Mal que mal, ganar elecciones se ha vuelto bastante menos exigente que gobernar con solvencia. Si la oposición no rinde políticamente, si no sabe explotar las debilidades oficialistas, es porque no tiene un proyecto que sirva de contraste efectivo.
Cuando un gobierno enfrenta dificultades, la lógica indica que la oposición se beneficia: sus principales rostros crecen, cunde el optimismo electoral y todo empieza a orientarse al próximo ciclo. Para decirlo en simple, las acciones opositoras suben mecánicamente cuando las oficialistas pierden su valor. En líneas muy gruesas, algo de esto ocurre hoy en nuestro país: mientras más se acerca la próxima contienda, más inevitable parece el triunfo de la derecha, y más integran los actores este dato a su composición de lugar.
Nada de lo dicho es completamente falso. Sin embargo, debe decirse que tampoco es completamente cierto. Es evidente que —al día de hoy— Evelyn Matthei tiene una posición muy favorable de cara al futuro. Los partidos de centroderecha están ordenados tras su postulación (algo que no ocurría desde el 2009), ella misma acumula una vasta experiencia en cargos públicos (ha sido diputada, senadora, ministra y alcaldesa) y, además, tiene la posibilidad de penetrar el electorado de centro sin perder su identidad. No es poco para un sector con tendencia al autosabotaje. Con todo, la situación —inmejorable en apariencia— esconde algunas dificultades. Estas no guardan relación necesariamente con la candidata, sino con el estado general de la oposición.
Decía más arriba que el dispositivo funciona de modo mecánico: allí donde el oficialismo pierde fuelle, sus contrincantes sacan cuentas alegres. Si esta fuera una descripción correcta de la situación, entonces es menester concluir que la derecha carece de toda agencia en esta historia. La oposición sería un actor pasivo cuyo triunfo respondería más a la inercia que a los méritos propios. De hecho, uno de los fenómenos llamativos de la escena es que los errores del Gobierno son poco capitalizados por una derecha que no muerde ni muestra tantas ganas. Hace unas semanas, Tatiana Klima —ex jefa de prensa del Presidente Boric— criticaba al oficialismo por no gritar suficientemente sus (escasos) goles. Supongo que tiene algo de razón; pero la verdad es que, en el caso de la oposición, luego del triunfo del Rechazo en septiembre de 2022, ni siquiera hay goles que gritar. Dicho de otro modo, la derecha solo atina a celebrar los repetidos errores del contrario sin percatarse de que se trata de un signo de irrelevancia. Lo menos que puede decirse es que el sector no está haciendo una oposición efectiva. Incluso en cuestiones graves —sigue habiendo cientos de niños sin matrícula en la segunda quincena de abril— es la sociedad civil la que ha levantado la voz (el ministro Cataldo no ha sido interpelado por este tema). La oposición no crece, simplemente vegeta.
Desde luego, hay un trasfondo: la evidente tensión entre las distintas vertientes de la derecha, que se presionan mutuamente. El problema es que esa competencia, en lugar de ser creativa y liberadora de fuerzas, está esterilizando a todo el sector. Los republicanos siguen pagando la cuenta del fracaso del segundo proceso constituyente y su consecuente pérdida de credibilidad, y Chile Vamos no se despliega con agenda propia en la medida que le teme a los más radicales. Así las cosas, no sabemos cuáles son las propuestas opositoras: no hay agenda, no hay vocerías relevantes, no hay marca a los ministros, ni hay liderazgos significativos más allá de la candidata.
Comprender bien los motivos del cuadro es vital para el sector. Mal que mal, ganar elecciones se ha vuelto bastante menos exigente que gobernar con solvencia. Si la oposición no rinde políticamente, si no sabe explotar las debilidades oficialistas, es porque no tiene un proyecto que sirva de contraste efectivo. La tentación será, desde luego, vociferar en aquellas materias que la ciudadanía considera urgentes: seguridad, migración y empleo. Es innegable que esa tríada estará en el centro de las campañas venideras, pero su sola mención no constituye —ni de lejos— un proyecto político. De hecho, el principal riesgo que enfrenta Chile Vamos es precisamente que, al no poseer un discurso robusto y articulado, su apuesta en materias sensibles sea constantemente superada por una derecha más dura (y José Antonio Kast no será el único competidor en ese nicho). En otras palabras: si no hay elaboración programática, con prioridades y propuestas definidas, entonces esa derecha más dura marcará los ritmos (y, en política, quien fija los ritmos parte con ventaja considerable). La hipótesis Evelyn Matthei quizás funciona a la perfección en un cuadro tradicional, pero corre el riesgo de funcionar bastante menos en un cuadro marcado por dinámicas impredecibles. Si agregamos el factor del voto obligatorio, la incertidumbre solo puede crecer (y hay que recordar el resultado de Joaquín Lavín en la última primaria).
En ese sentido, resulta urgente que la derecha recupere algo de capacidad política, que le permita transmitir gobernabilidad. Si no se toma en serio este desafío, corre el peligro de ser enteramente fagocitada por otros discursos, otros liderazgos y otras lógicas. Como bien enseñaba Maquiavelo, quien se limita a esperar suele ser superado por los hechos. Tal es el destino de Chile Vamos si sigue languideciendo a la espera de que otros hagan su trabajo.